EFECTO DEL ESPECTADOR
Diez de la mañana, línea 9, dirección Arganda del Rey. De pronto, un grito de ayuda rompe la bendita calma matutina del vagón. Un hombre, de mediana edad, comienza a pedir ayuda mientras se desvanece en el suelo. ¿La reacción de la gente? Parálisis. Todos miran, pero nadie hace nada. “Todos miran”, luego lo han oído. “Nadie hace nada”, luego sus músculos se han quedado inmóviles mientras su cerebro está procesando algo… “¿es una emergencia real o es una representación teatral de un hombre que desea ganarse unos eurillos de buena mañana?… Mmm, parece una emergencia… pero ¿por qué nadie se inmuta? No seré yo el primero en alarmarme…” Miro de un lado a otro. “Madre mía, sí, parece en apuros”, pienso, “que alguien se acerque… Bueno, no sé, si nadie se acerca será porque tal vez sea un indigente… o un loco… Además, ¿por qué debería acercarme yo? No es mi historia, no le conozco de nada”. Vuelvo la mirada al móvil. Finjo ignorancia mientras mi cerebro no para de hablarme. “En serio, ¿debería acercarme?” Mientras tanto, tic, tac…tic, tac… Pasan más de 20 segundos hasta que alguien se lanza en su ayuda.
Para mí, la curiosidad de todo esto es ver cómo este fenómeno social (“Efecto del espectador”) choca con elementos de la ética y moralidad que en principio tenemos muy arraigados. Todos en frío lo tenemos claro: alguien pide ayuda, creo que puedo dársela, y me lanzo al rescate (2 segundos a lo sumo). Incluso legalmente estamos obligados a ello (delito de “omisión del deber de socorro”). Sin embargo, en experimentos sociales se ha visto que cuantos más espectadores haya en una situación de emergencia, menor será la probabilidad de ayuda y más tardará en recibirla. Es decir, entre las personas nos inhibimos la respuesta altruista. Cada uno de nosotros somos un modelo de pasividad para el otro, y se genera esta inútil parálisis colectiva.