HUMOR
Estoy harto de mi hermano. Está todo el día pidiéndome cosas. Voy a la cocina, ya que vas… Me hago un sándwich, hazme uno anda… Pásame. Alcánzame. Préstame… Vamos, que es un plasta de categoría. En fin. A la quinta demanda, que ya me tiene hartito, solía reaccionar enfadándome (¿¡qué te crees que soy, tu sirviente?! ¡Levántate tú, pesao!). Entonces, él se enfadaba. Y, yo, MÁS.
Últimamente me he dado cuenta de que cuando alguien me toca las narices (quien sea) hay unos 500 milisegundos en los que mi cerebro decide cómo tomárselo. Anda la neurona debatiéndose “que sí que no” entre dos caminos: Uno, “¿Me enfado?, tiene sentido, porque lo que ha dicho está fuera de lugar”. Dos, “¿O me río…?, en el fondo tiene gracia, y tampoco ha sido para tanto…” Puedo elegir cualquiera. Entonces, contesto al “brasas” de mi hermano: “Sí, mi majestad, ¿quiere usted que le traiga algo más?…”. Jajaja. Me río. Se ríe.
Lo curioso es que en “formato broma” el mensaje llega igual: “te estás pasando de pedirme cosas, chavalito”. Pero yo antes estaba convencido de que el enfado era necesario para que me tomasen en serio. Creía que eso marcaba la importancia de las cosas. Pero la realidad es que no. DECIRLO, pero decirlo con humor, parece tener incluso más efecto. Sobre todo pequeños roces cotidianos. En un clima relajado la persona es más receptiva al aprendizaje. Además, va a poner más cuidado en las relaciones que le resultan agradables.
Sí, irónicamente, para que te tomen en serio, hay que ser menos serio.
De todas formas, no te preocupes, que ya habrá ocasión de sacar el enfado a pasear. Pero podemos reservar esa baza para cosas realmente importantes. Mientras, ¡poooonle un poquito de humor! Por ellos, pero, sobre todo, POR TI.